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الأربعاء، 16 فبراير 2011

Los angeles de las tinieblas

 Los angeles de las tinieblas

Adolfo Cáceres Romero
(Argentina, Giardinelli)


"..Pobres mujeres aquellas que en tales días estén embarazadas o tengan niños de pecho..."
 Mateo 24.19.
 
"...Entonces fueron soltados los cuatro ángeles, para que mataran a la tercera parte de la gente, pues habían sido preparados precisamente para esa hora, día, mes y año..."
El Apocalipsis 9.15.
 
“VAS a nacer, tienes que nacer, mi jisk' allita" (pequeñuelo), avanza la sombra de dos cabezas, bajo ese cielo nublado de estrellas. "No puedo más", gime la mujer, con las contracciones que la aturden de rato en rato. La sombra se divide, y el hombre, sudoroso, deposita a su mujer en el suelo húmedo del suburbio. Va a decirle que él tampoco puede, no después de la jornada de trabajo que tuvo, y que podían haber esperado hasta que amaneciera, pero el ‑jisk' allita", su "jisk' allita", ya quiere salir. "Ranku, nos hubiéramos ido al pueblo", jadea la mujer, como si ella cargara todo el peso de esa travesía. Él, con las manos resquebrajadas por la argamasa de sus días en la ciudad, saca unas cuantas hojas de coca y se las alcanza a su compañera. Las contracciones han cesado. En esa pausa, el hombre mide la distancia que les falta por recorrer. La callejuela lodosa parpadea en algunos trechos con las pocas bombillas de luz que le quedan. No falta mucho para llegar a la carretera donde podrán encontrar algún vehículo que los lleve a la maternidad. "Vamos", dice el hombre, mientras crece el bollo de coca en uno de sus carrillos.   "Vamos", pasa el brazo de mujer por su cuello y la carga, sintiendo otra vez el peso de la noche en sus espaldas. Se hallan como a seis cuadras de la carretera. El toque de queda ha enmudecido hasta los perros. "Ya, ya", consuela a su mujer que ha empezado quejarse. Piensa que en su pueblo la mama Engracia hubiera evitado todas esas molestias; en cambio, la ciudad inmensa y extraña, sólo requería de su esfuerzo sin ofrecer otras perspectivas que las de ser un buen albañil. "¡Aya mamita!", la mujer vuelve a estremecerse. Algo tibio, chorrea al hombre por los talones. Se detiene junto a lo, escombros de una casa en construcción. La mujer se agita, intenta incorporarse, tratando de restañar la sangre que corre por entre las piernas. "¡Es sangre!", farfulla aterrada.
 
"¿Sangre?", el hombre que, al evidenciar la hemorragia, hace recostar con los pies arriba. "Ya va a pasar, no te asustes", su gesto tranquilizador. Mira sus manos, viscosas, oscuras, recuerda cómo cargaron el cuerpo sangrante de un trabajador en la última manifestación de repudio al gobierno. La mujer gime por el hijo que puede perder. "Ya. ya, la bolsa ha reventado y nada más", dice él, procurando apaciguarla. "No es sólo eso", la mujer. El hombre suspira, de pie, mientras advierte que la noche también se le revela con el chirrido de los grillos. ¿Crees poder seguir?", pregunta. La mujer, con un leve movimiento de cabeza, le dice que no. Se incorpora y taponea con unos trapos, quedando laxada e inmóvil por un instante. El hombre, no sin temor, le abre un párpado y se topa con la pupila que se vuelve hacia donde él está. "Santusita, ¿qué tienes?", parpadea. "No quiero perder a mi wawa, la mujer, que cierra los ojos para escurrir su amargura. "No pues, no pues, Santusa; nuestro jisk' allita va a estar bien", el hombre, decidido a buscar auxilio. "No te vas a mover de como estás, voy a conseguir un carro", pensando que en la carretera podrá encontrar algún vehículo que los lleve al Hospital. "No te muevas", echa a correr por esa tortuosa callejuela.
Sale a la iluminada carretera por la que no transita ningún vehículo. Cerca al puente, donde el río se estira silencioso y verticilado, cree advertir una tranca y la presencia de varios soldados, pero al llegar a ese lugar sólo se encuentra con un montón de basura y unos cuantos perros que husmean los desperdicios. Más allá, la avenida recibe sus pisadas como si estuviera cubierta por una campana de luz que le provocara esa sensación de vacío que percibía, vacío que, de pronto, era cortado por algún disparo o por el tableteo de una metralleta. Al cruzar una esquina, casi a la media cuadra, Ranku vio un camión del ejército. Pensando que ese enorme caimán sería su salvación, se dirigió al grupo armado que lo custodiaba. Algunos soldados reían y fumaban. Varios civiles, con traje de fiesta, salían de una casa con las manos sobre la cabeza.
 
-¡Alto, quién va! -una voz detuvo el paso confiado de Ranku, el mismo que al instante se vio encañonado por varios fusiles.
 
-Quiero... que me ayuden -dijo Ranku, indeciso.
 
-¿Sí? Bien, te vamos a dar un lugar donde dormir -el oficial le hizo una seña para que subiera al camión.
 
-No, no me entienden...
 
-¡Carajo! ¿Crees que somos tarados? -el oficial le propinó un puntapié, haciendo que Ranku se desplomara al suelo.
 
-¡Súbanlo! -gritó.
 
-¡No, no! -Ranku intentó incorporarse.
 
-¡Súbanlo, carajo! -tronó el oficial.
 
Ranku de pronto se sintió suspendido al camión y arrollado a su interior, donde se hallaban unos músicos, cuidando sus instrumentos, junto a una pareja de novios que, abrazaba temerosa, en un rincón.
 
-No, pues, patroncitos... -suplicó Ranku, gateando.
 
-¡Quieto, o te vas a arrepentir! le intimidó un guardia, encañonándolo para que volviera a ubicarse donde estaba. Los civiles se agruparon en torno a los novios como buscando protegerlos.
 
-¡A la salud de los novios! -el oficial se llevó a los labios el gollete de una botella de singani y luego invitó a sus soldados hacer lo mismo. En medio de risotadas y sorbos, se vació la botella.
 
Cuando el camión iba a ponerse en marcha, con los soldados procurando acomodarse en la carrocería, Ranku. ágil corno un felino, se precipitó por la portezuela hacia la calle.
¡Eh, se escapa! -la aturdida voz de alerta.
 
Dispárenle! -ordenó el oficial, saliendo de la cabina,
 
-¡Alto!-saltaron cuatro soldados, gatillando sus armas. De ahí en adelante, cuanta sombra se interpusiera en su camino estaría en riesgo de recibir sus disparos. Ranku, trastabillando dobló una esquina y se encontró frente a un parque. Los soldados vociferaban, enardecidos por el alcohol, seguros de que su presa no podría escapar. Su trote golpeaba el vientre de la noche. El camión, por la otra calle, intentaba interceptar a Ranku. Los cuatro soldados se detuvieron frente al parque; cautelosos, se miraron sonrientes, divertidos por la cacería que habían iniciado. Por el lado opuesto, no tardó en aparecer el camión.
 
¿Dónde está? -gritó el oficial.
 
-Debe estar oculto entre las jardineras -respondió uno de soldados, emprendiendo su rastrillaje, con paso de cazador. El reflector del caimán atravesaba los resquicios más oscuros del parque, recorriéndolo palmo a palmo.
 
-¡Carajo, pelotudos, se ha ido por otra calle! -chilló de pronto el oficial. Los soldados se volvieron y, recién, a la luz del farol de otra esquina., percibieron la silueta de Ranku que corría a todo dar. Los soldados se alegraron, el camión, maniobrando bruscamente, enfiló por esa calle Varios soldados se distribuyeron por las calles paralela para cortarle el paso en cualquier otra esquina.
 
Ranku, angustiado y sudoroso, hubiese querido volar al infinito arrullo de ese cielo, lejos de la noche que parecía
eternizarse en sus zancadas, en su resuello, desintegrado como estaba en los latidos que sacudían sus sienes, su pecho sin aire, oyendo en cada esquina la risa de los solda­dos y el zumbido del caimán que lo seguía, con sus disparos a cualquier parte, buscando amedrentarlo. Volar, libre al fin, donde su Santusa tal vez agonizaba, desangrada, con el hijo vaciado al mundo en un torrente de sangre. Sus pisadas, ráfagas de miedo, cruzaron una esquina, luego, vacilantes, se volvieron para meterse por otra oscura calleja, pero los soldados ya le salían al frente, emergiendo de las calles adyacentes. Ranku, pegado a las sombras, empujaba las puertas que permanecían herméticamente cerradas. Apenas algún visillo se apartaba, levemente, para ver la causa del alboroto. Los soldados, indecisos por un instante, permanecieron en la esquina, tratando de ver si por ahí se encontraba Ranku. Por fin, dos de ellos continuaron de largo y los otros dos se quedaron en la esquina, en tanto el camión chirriaba sus frenos para detenerse en la bocacalle por donde doblara Ranku. "Tiene que estar por aquí, gesticulaba el oficial. Ranku, bajo el dintel de un ancho portón, alcanzó a percibir un resquicio de luz, en la acera del frente, donde una cruz verde, semi iluminada, le indicaba que estaba ante un dispensario.
 
De un salto cruzó la calle y se puso junto a la puerta. Sus golpes, nerviosos y desesperados, fueron oídos por los soldados que se le acercaron por ambos extremos de la cuadra.
 
-¡Abranme, por amor de Dios! -gritó Ranku. Tras la puerta latía el miedo. "Kuns k'asaski, Ranku." (¿Por qué lloras, Ranku?), súbitamente la voz del abuelo iluminó su noche viéndose Ranku lejos, en otro tiempo y espacio, pasando entre las montañas, junto a su abuelo. Los golpes en la puerta habían cesado. "Amuki, Ranku, amuki' (Cállate, Ranku. cállate.) La noche podía más que la luz y recogía la angustia de se instante en el surco calloso de los dedos de Ranku, que ahora recibía un violento culatazo en las espal­das luego otros y muchos más, tiñendo de rojo sus lágrimas. “Jani” (No), dijo Ranku, articulando de mucho tiempo la dulce lengua de su raza aimara, "Jani naya k'asaskiti" (No, yo ya no lloro), perdiéndose en el misterio de una apacible sombra.

Adolfo Cáceres Romero
(Argentina, Giardinelli) 


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